Reflections on Julieta Tarraubella’s The Secret Life of Flowers by Kim Knoppers

When we look at flowers in visual art, we imagine we are seeing something fully present before us, entirely available to the eye. Yet what we encounter is almost never life itself: only the residue of a moment. The history of the flower in art is therefore also the history of what we have wished to see in her — a history of our gaze, of what we wanted to recognize, hold onto, or possess.

Seventeenth-century flower still lifes were painted with astonishing precision, so exact that a passing glance would take them for realism. Yet the flower still life may well have been the most carefully constructed form of nature-imagery painting produced in early modern Europe. A tulip from early spring, a rose from midsummer, and berries from autumn were brought together into a bouquet that never existed in real. These were assemblages of seasons: bouquets as staged, stilled imaginary constellations, inseparable from colonial extraction. The flower functioned not as a living body but as an emblem — a symbolic bearer of status, power and vanitas. What was made visible was not the life of the flower, but the display of mastery: the attempt to tame what is fragile and hold transience in suspension.

Centuries later, the documentary The Secret Life of Plants (1979) illustrates a shift in this relation. The film moves from the flower as representation toward the plant as sensitive life. Through time-lapse photography, growth is no longer fixed as an instant but revealed as rhythm, a slow, interior life coming into view2. The central question is no longer “what does she look like?” but “what does she experience, and how do we stand in relation to her?”

Around the same time, Hungarian American artist Agnes Denes approached this shift from another angle. In Anima/Persona – The Seed (1978–1980/2019), rice seeds are not presented as objects but as bodies-in-becoming, followed through duration. A 360-degree hologram of a germinating seedling, composed from thousands of frames taken at five-minute intervals over the span of a week, makes this slow unfolding literally visible. Life is not revealed in a single moment, but only when witnessed through time. Our relation shifts from static observation to a form of co-movement, from object to a body that becomes itself through time. From this perspective, Julieta Tarraubella’s The Secret Life of Flowers (ongoing since 2018) can be read as a next step: one in which life and perception share a technological infrastructure, and in which the question of who captures and frames this process becomes part of the work itself.

The Secret Life of Flowers consists of three interconnected elements. The first element is based on a closed camera system that continuously recorded the plant throughout her life cycle, now presented as flatscreens whose visible cabling forms a soft, almost organic extension of the flower. The second element is the living flower herself, observed in real time by cameras until her decline. The third element unfolds as a cyborg garden in which the mediated plants are recombined into a hybrid ecology of fragments that becomes more than the sum of its parts through their renewed relationality.

In Tarraubella’s cyborg garden, blooming and decline circulate as data. The plant is not only observed but also monitored: the gaze shifts from seeing to a system of observation. The closed camera circuits create a technological intimacy that is at once tender and supervisory. The flower no longer appears before the viewer, but within an apparatus of vision. She lives — but she lives as image, shaped by the system that renders her visible.

Tarraubella positions the flower as an active participant in a shared condition: we look at her, yet we also belong to the same network that frames her. Where the seventeenth-century still life immobilized the flower to possess her, the cyborg garden encloses her technologically to follow and understand her. She lives not only as organism, but as mediated presence — embedded in a technological field of cameras, storage, and screens that co-produce her appearance. What Tarraubella brings into view is a form of time that runs counter to our accelerated habits of seeing. The same technology that normally speeds and compresses perception is used here to slow it down, allowing a quieter form of presence to appear.

And still, a part of the flower always escapes. She never allows herself to be fully captured. Within her slow cycle of blooming and decline, a zone of opacity remains — a part of life that cannot be reduced to data. In the end, we see not only the flower, but the threshold of perception itself. Even with all our technology, there is something in life that refuses the frame, and slips past our understanding.

La producción de la artista Julieta Tarraubella se inicia entre 2011 y 2014 con las series fotográficas P.M. y #182 y se extiende posteriormente en proyectos en los que la fotografía se articula con medios y prácticas como el video, la videoescultura, la performance y la instalación. Tarraubella compone narrativas transmedia y ficciones audiovisuales, ensamblajes cyborg de imágenes, regímenes escópicos, temporalidades y figuraciones espectrales, desde los que interroga las separaciones estabilizadas entre cuerpo y paisaje, naturaleza y tecnología, realidad y ficción e introduce intervalos, suspensiones y pliegues en los órdenes de sentido mayoritarios, para movilizar la imaginación sensible en la invención de nuevas configuraciones de lo existente.

La vida secreta de las flores, proyecto iniciado en 2018, presenta un “jardín-cyborg”, un “vivero-transmedia” de videoesculturas que ensamblan fotografías y pantallas con fragmentos de videos procedentes de cámaras de seguridad. Se trata del registro audiovisual, realizado por la artista, del ciclo vital de lirios, azucenas y peonías -provenientes del mercado de floricultores de Buenos Aires-, desde su florecimiento hasta su muerte, dentro de paneles aislados y en condiciones de observación y vigilancia mediadas por un circuito cerrado de cámaras. Vanitas “infotecnológica”1, el tecno-jardín de Tarraubella articula una serie de problemáticas en torno a los modos en que los procesos de informatización contemporáneos, las imágenes audiovisuales y los dispositivos de vigilancia operan en el control y administración biopolíticos y en la configuración de subjetividades y posibilidades de existencia en el presente, al tiempo que organizan la mirada y los contornos de lo visible, dan forma a economías de aparición, modulaciones del deseo, órdenes sensibles y regímenes escópicos dominantes. A través de yuxtapuestas “imágenes-pantalla” de la vida registrada y trasmitida en loop, ofrecida al consumo en su puesta en escena audiovisual -desde sus momentos de plenitud hasta su decrepitud-, el deseo escópico es incitado y moldeado. Pero las imágenes -así lo entiende Tarraubella- no se reducen a lo visible representado. En su funcionamiento performativo, constituyen relaciones, operaciones sobre lo sensible, configuran contra- escenas que interrumpen o perforan la estabilidad de los órdenes sensoriales hegemónicos.

En contraste con las lógicas de la transparencia que diagraman los marcos de inteligibilidad representacionales dominantes, en esta obra, la “vida secreta” que el registro audiovisual revela no se deja capturar del todo, algo en ella escapa o se muestra refractario a las modulaciones de la mirada mediadas en el presente por las tecnologías de vigilancia y por ciertos consumos audiovisuales configurados por la lógica del instante y la transmisión en tiempo real. Así también, el registro de la vida lenta, casi imperceptible e inmóvil de la flor, instala una temporalidad a contra-tiempo de la aceleración y el presentismo, como dimensiones que impregnan las tecnologías de gobierno del tiempo y los procesos de subjetivación en el neoliberalismo globalizado.

En Fantasía existe, primera exposición individual de Tarraubella, la ciudad de Buenos Aires -y, más precisamente, su zona bursátil, contexto presentado como inhospitalario y “dominado por la ansiedad y el miedo”- es el escenario de un cuento de hadas “sobre un grupo de seres elementales”, según relata la artista, que intentan “re-materializar a sus compañerxs” petrificados en hierro y cemento “a causa de la incredulidad y el desasosiego”. Hace semanas que busco el rayo de sol que te materialice de nuevo, repite la protagonista del video Rematerializar seres elementales a lo largo de su búsqueda por calles vacías. En una de las escenas, las alas transparentes de una libélula muerta que sostiene con su mano, refractan y dispersan la luz del sol. Pero la frase, que persigue el rastro de los elementales a lo largo del relato audiovisual, es también una alusión a la fotografía como un modo de materializar imágenes con luz, como un “hacer aparecer” la huella que un cuerpo deja al impresionar una superficie fotosensible, un revelar una imagen que sobrevive, hasta entonces, como inscripción latente, suspendida y fantasmal, en la película fotográfica. En este sentido, no es casual que Tarraubella, aunque utiliza una cámara digital para la serie de fotografías que expone en Fantasía existe, recurra al revelado artesanal, lo que le permite intervenir cada una de las imágenes mediante la técnica experimental del fotograma, utilizando pétalos de flores, hojas, libélulas, mariposas y cristales, entre otros objetos que dispone directamente sobre el papel fotosensible durante el proceso de positivado en el laboratorio fotográfico. Transmigración y encarnación del “alma” de los objetos, apariciones espectrales. A contracorriente de una consideración de la fotografía entendida como mero registro documental y evidencia material de los hechos que representa, en esta serie Tarraubella evoca aquellos usos de la imagen fotográfica que, asociados a espectáculos ilusionistas y a fenómenos paranormales, excitaron la imaginación de finales del siglo XIX y comienzos del XX, como en las fotografías de ectoplasmas, espíritus y hadas. Retrata a sus amigxs más cercanxs como los “seres elementales” de Fantasía existe, buscando hacer visibles, en las diversas intervenciones sobre la imagen que posibilita la tecnología, una serie de atributos en ellxs que reconoce como mágicos, revelando lo inaccesible para la mirada corriente

La ocupación de mi cielo, proyecto atravesado por las condiciones de confinamiento durante la pandemia de covid-19, consistió en un video en el que se lee un relato de la artista -en relación con dicha experiencia de aislamiento durante 2020-, sobre imágenes de cielos y nubes, junto con fotografías en las que porta sobre su cuerpo unas alas robóticas, escultura mecatrónica y tecno-prótesis cuya estructura de costillas metálicas sugiere, por momentos, las nervaduras de hojas o las venas en alas de libélulas que pueblan las fotografías y objetos de Elementales y Fantasía existe.7 Tarraubella prolonga las investigaciones iniciadas con este proyecto en su segunda exposición individual, La gravedad de un cuerpo que asciende, en la que exhibe fotografías de cielos surcadas por formas lineales de alas y plumas, impresas por contacto mediante la técnica del fotograma.8 En Lucernario, una estructura de hierro sostiene un montaje de fotografías que perfora el espacio, exhibiendo un cielo impreso en film backlight, iluminado con tubos led.9 Tarraubella caracteriza este cuerpo de obras como una “espectrometría del cielo”, de sus estados o apariciones en el contexto de la ciudad, y agrega que el término espectro “evoca una visión fragmentada de los fenómenos invisibles: una mirada que desvela el desmembramiento de la luz, de la energía”.10 En La máquina de hacer arcoíris la luz emitida por una linterna se descompone al pasar por un prisma dispersivo, formando un espectro de colores. En el campo de la ciencia, se denomina “espectro visible” a la región del espectro electromagnético que el ojo humano es capaz de percibir.11 Pero en la obra de Tarraubella, el sentido del término espectro no se agota en la dimensión de lo visible; refiere, sobre todo, a un modo de pensar la imagen como “fantasmagoría”, como “aparición”, consideraciones sin duda atribuibles a la fotografía, que la artista extiende asimismo a las formas en las que el video y las artes electrónicas construyen la imagen y modulan el tiempo, lo ralentizan, lo vuelven poroso. El “hacer aparecer” de la imagen no se reduce para Tarraubella al registro de lo verificable, pero tampoco consiste en un mero hacer visible lo oculto o lo que ha sido invisibilizado. La fotografía es una médium que conjura y encarna fantasmas, un pasadizo mágico a otros mundos por construir. Para la artista, la fantasía y la imaginación no constituyen territorios inexistentes o dominios opuestos a la realidad. Por el contrario, contribuyen a dar forma a los universos que habitamos y las imágenes son una manera de abrir intervalos en los tejidos sensibles dominantes para conjurar y materializar otras realidades y posibilidades de existencia.